Perú II Lima.

El cerro de San Cristobal. La pobreza se viste de colores.

Lima es neblinosa. No hace frío, pero es húmeda y la niebla no levanta en todo el día. Puedes mirar al sol de frente. Huele a Chifas, a guiso de mamasota peruana, ají, especias, pollo asado, ceviche, marisco y pescado a la brasa, jugos de frutas tropicales, humo y aceite quemado de coches. Descubro que por cuatro euros, incluso menos, iba a poder ponerme como el quico cada día.
Estaba claro que estos dos días en Lima iban a ser los únicos en los que podría comprar regalos para la familia. Así que atraqué el Indian Market y guardé el botín a buen recaudo en el hostal hasta nuestra vuelta dentro de un mes. Pillé una combi y me acerqué a visitar el centro limeño.

Una combi merece un párrafo aparte:
Una combi es un bus enano, del tamaño de una volkswagen de las hippies, adaptado para que entren sentadas y solo sentadas en asientos de skay rajados y la gomaespuma pellizcada, unas quince personas. Al final entran veinte. Eso si, del tamaño medio del limeño. Es decir, bajitos, bajitos.¡Que yo allí era alta! Hay centenares de combis, no pertenecen a una linea de bus del estado. Son pequeñas empresas con trayectos en las que un señor o rotunda señora, que también las había, con medio cuerpo fuera de la furgo se desgañita cantando a voz en grito las paradas y si te descuidas te agarra de la solapa y ¡te mete pa dentro! Pagas pues porque eres educado, porque ellos no te piden nada, hasta que te fijas que los autóctonos les sueltan unos ¡céntimos de Sol! cuando se apean de esta locura de transporte. Me encantan las combis y su esquizofrenia.

Cuando pisé la Plaza Mayor lo primero que me llamó la atención fueron aquellas enormes aves, híbrido entre pavo y buitre negro que desde las cornisas del Palacio Presidencial y la Catedral nos vigilaban. ¿Qué diablos es eso? Lo más grande que había visto sobrevolar las ciudades de Europa eran las gaviotas. Pero este bicho parecía tener toda la intención de lanzarse a los ojos de los transeuntes y desayunarse las cuencas. Los gallinazos. ¡Gallinazos! O sea, gallinas macho asesinas. Claramente. Entran en el saco de animales peligrosos junto al abejonejo y las rastrevíspulas.

En mi cerebro se iban grabando sonidos, los graznidos de las gallinazas, los gritos desde las combis, los cláxones, la música criolla a todo meter que se te incrusta en el cerebro; imágenes, las tanquetas guardando el Palacio Presidencial, las barriadas de chabolas de vivos colores trepando por la colina de enfrente, las momias de los museos de antropología; olores a comida a comida y a más comida. Esta gente vive en la calle, trabajan de cara a la calle y comen también en la calle.

Visité la Catedral, donde pude ver la última cena con Jesús zampándose un Cui y en ese mismo momento lo añadí a mi futura experiencia de comer en un Chifas y probar el Ceviche. Visité las catacumbas cristianas de la iglesia de San Francisco, con su decoración tan artística con material de osamentas. La Pirámide de Lima y sus momias...
Para mi era suficiente. Aunque Lima se me quedó grabada en el corazón y Miraflores igual, con un día pateándome las calles, iglesias y barrios tengo de sobra.

Me largo al desierto costero de Perú.

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